"La revolución de las sonrisas ha acabado siendo la de las
lágrimas. Quien a hierro (sentimental) mata a hierro muere. Desde el 1
de octubre, circa, en todas las esquinas de Cataluña hay un hombre o una mujer que llora.
Ha llorado Oriol Junqueras, ha llorado Marta Rovira, ha llorado Carme
Forcadell, ha llorado Xavier Domènech, ha llorado Carles Campuzano, ha
llorado García Albiol, ha llorado el futbolista Piqué y ha llorado Jordi
Turull por citar a los especialistas más caudalosos. (...)
El espectáculo, porque no debe llamársele moralmente de otra
forma, cumple los requisitos de la más obscena y elemental manipulación
política. Cualquier hombre ha de desconfiar de sus lágrimas, sobre todo
si se vierten en público.
Las de Turull, exhibidas con gran generosidad
en todos los medios el día de su ingreso en la cárcel por los gravísimos
delitos contra la democracia que supuestamente ha cometido, son
canónicas: más eficaz es una lágrima que cien escritos de defensa.
Porque las lágrimas de estos presuntos delincuentes políticos operan en la argumentación central del Proceso,
que es la de la legitimidad contra la legalidad.
No hay lágrimas
ilegítimas, dicen mientras lloran. Les ayuda, naturalmente, el drama que
va aparejado. Es probable que Turull pase bastante tiempo lejos de su
familia y de lo que ha sido su vida. Pero no está escrito que las
lágrimas públicas deban ser la consecuencia automática, inexorable del
drama.
Las lágrimas bajo los focos parecen hoy lo más
natural, porque esta es una sociedad crecientemente sentimental. Los
españoles acaban de pasar una fila de días llorando, por espitas
abiertas en Las Hortichuelas, Lavapiés, Getafe y la plaza de la Villa de
Madrid. Y ahora viene Semana Santa.
Dejando de lado los impresionantes
réditos que traen las lágrimas a medios y a políticos es posible que
semejante apoteosis de lágrimas televisadas redunde en un aumento de la
solidaridad intracomunitaria. Pero, incluso teniendo en cuenta el
beneficio social, ante las lágrimas de estos revolucionarios catalanes
es imposible no echar de menos la vieja y desusada palabra entereza.
Entre otras razones porque, en el caso del que hablamos, es el zaguán de
responsabilidad. Cualquiera que emprende un asalto de estas
características contra lo moral y lo real debe saber que entre su
previsible final está la cárcel. La falta de entereza no solo denota una inquietante falla intrínseca en el revolucionario,
que si no es capaz de comerse las lágrimas de qué va a ser capaz en su
arriesgado viaje a Ítaca.
Es que, sobre todo, hace sospechar de su
irresponsabilidad. Y la sospecha no se plantea solo respecto a los
líderes, sino también respecto a los miles de llorones catalanes
anónimos. No fueron capaces de perder una sola hora de trabajo o de ocio
vacacional por la revolución frívola y grotesca que pusieron en marcha.
Todo lo productivo que hicieron fue participar primero en la alegre y
sentida sucesión de focs de camp que iba a llevarles a la
independencia y llorar luego como terneros sentimentales (la expresión
es de Pla, que también escribía xarnegos) cuando llegó la hora de caminar por las brasas. (...)" (Arcadi Espada, El Mundo, 25/03/18)
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