Al parecer, en ese día no sucedió nada digno de tenerse en cuenta: no nació nadie excepcional, no tuvo lugar ningún acontecimiento de alcance planetario, no ocurrió ninguna catástrofe, no se hundió la Bolsa, a Franco no le dio un síncope.
En resumen: fue un día cuyo transcurrir fenoménico no contribuyó a la venta masiva de periódicos a la mañana siguiente. Uno de esos días, quizás, en que los diarios se ven obligados a recurrir a informaciones como la que acaban de proporcionar los científicos de Cambridge.
El aburrimiento, una de las pasiones del alma según Lacan, existe desde siempre. Sus más lejanas manifestaciones podrían relacionarse con la "bilis negra" de los griegos o la acedía de los monjes medievales, cuando el diablo meridiano aprovechaba la quietud del mediodía abrasador para tentar a los monjes huidos del estrépito del mundo.
En todo caso, el aburrimiento, tal como hoy lo entendemos, es una condición moderna y más bien urbana que no se consolida hasta el siglo XIX, al menos entre la gente que tenía cubiertas sus necesidades y a la que quedaba tiempo para el vacío.
De modo revelador, se precipita sobre sus víctimas cuando tiene lugar esa ausencia de preocupaciones que, paradójicamente, debiera ser la antesala de la felicidad. Baudelaire, en su impresionante aviso al lector de Las flores del mal, lo convierte en el peor monstruo, capaz de "engullir al mundo en un bostezo".
Y la novela del realismo refleja a menudo -nombrándolo- el tedio de sus protagonistas. Emma Bovary se aburría como una ostra, y Oblomov también. Y también lo hacen los personajes de Galdós y Henry James. Y los de Proust.
Los existencialistas encontraron en el aburrimiento un verdadero filón. Ahí tienen a Antoine Roquentin, que incluso logró transformarlo en célebre náusea el día que cogió un guijarro del suelo y sintió su superficie "húmeda y fangosa". Lo cierto es que todos ellos seguían un camino ya transitado por Heidegger, que en Los conceptos fundamentales de la metafísica dedica un montón de páginas a ese "ahora detenido" que, según él, constituye el aburrimiento.
Quizás por eso, a la hora de buscar una imagen desde la que pensarlo, no se le ocurriera otra que la de una larga espera en una estación provinciana de ferrocarril (me pregunto qué hubiera escrito si hubiera tenido que esperar alguna vez, como usted y como yo, en un aeropuerto).
Para el "maestro de Alemania" el aburrimiento es un objeto esencial de la metafísica: tiempo en estado puro, el momento en que sentimos cómo transcurre porque, sintomáticamente, es como si no quisiera pasar. (...)
"Yo nací en el día más aburrido de la historia", podría presumir quien celebrara su onomástica en la fecha. Si alguno de ustedes tiene esa suerte, le mando mi felicitación anticipada."(MANUEL RODRÍGUEZ RIVERO: Feliz aburrimiento. El País, 15/10/2010, p. 51)
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