"La explicación sobre el funcionamiento de la economía que
se expone en los párrafos siguientes pertenece al autor Edward Bellamy y
está extraída de su novela, “Mirando Atrás,” cuyo título original en
inglés es “Looking Backward”.
Se
escribió a finales del siglo XIX en Estados Unidos, un momento y un
lugar en el que la dureza de las relaciones económicas y sociales
motivaron reflexiones de unas dosis de profundidad psicológica tan
extraordinarias como las que a continuación se muestran.
En los inicios de la novela, el autor desvela cómo funciona la economía
a partir de una metáfora que perfectamente podría considerarse
paradigmática. Dicha introducción caracteriza conceptos que hoy en día
ya son considerados clásicos, como “socialismo” o “crisis económica”, así como otros de tipo más social -“movilidad”, “desigualdad”
o “moral,”- a la par que muestra la sombría impresión que una buena
parte de su generación compartía sobre el sistema económico de la
época, dejando entrever, también, algunos de los mantras -“el cambio es
imposible”- que usted, lector, deberá juzgar si siguen estando de plena
actualidad, o no.
En un intento de proporcionar al lector una mínima impresión
general del modo en que la gente convivía aquellos días, y especialmente
de las relaciones entre los ricos y los pobres, quizá lo mejor que puedo hacer es comparar
la sociedad de aquellos días con un carruaje prodigioso al que las
masas de la humanidad estuviesen unidas con arreos y del que tirasen
laboriosamente a lo largo de un camino muy montañoso y arenoso.
El conductor estaba hambriento y no permitía que nadie se quedase
rezagado, aunque el paso era necesariamente muy lento. A pesar
de la absoluta dificultad de tirar del carruaje a lo largo de un camino
tan difícil, la parte superior del carruaje estaba cubierta con
pasajeros que nunca bajaban, ni siquiera en las subidas más
pronunciadas. En estos asientos de la parte superior se notaba una brisa
muy suave y eran muy cómodos.
Bien elevados por encima del polvo, sus
ocupantes podían disfrutar del paisaje a su placer, o discutir
críticamente los méritos del equipo que se esforzaba. Naturalmente tales plazas estaban muy solicitadas y la competición por ellas era intensa,
cada uno perseguía como primer objetivo en la vida el asegurarse un
asiento en el carruaje para sí mismo y dejárselo a su hijo después de
él. Por la regla del carruaje, un hombre podía dejar su asiento a quien
él quisiese, pero por otra parte había muchos accidentes por los cuales
podía perderse por completo.
A pesar de que eran tan cómodos, los
asientos eran muy inseguros, y en cada sacudida imprevista del carruaje
había personas que se resbalaban fuera de ellos y se caían al suelo,
donde eran instantáneamente obligados a agarrar la cuerda y ayudar a
arrastrar el carruaje sobre el cual habían anteriormente ido montados
tan placenteramente.
Naturalmente perder el asiento se consideraba una desgracia terrible,
y la aprensión de que esto pudiese sucederles a ellos o a sus amigos
era una nube constante sobre la felicidad de aquellos que iban montados.
Pero ¿pensaban solamente en sí mismos? preguntarás. ¿Su mero lujo
no se tornaba intolerable para ellos por comparación con la suerte de
sus hermanos y hermanas que estaban con los arreos, y el conocimiento de
que su propio peso se añadía a su duro trabajo? ¿No tenían compasión
por sus semejantes de quienes solamente la fortuna les diferenciaba? Oh,
sí; la conmiseración era expresada frecuentemente por aquellos que iban
montados, hacia aquellos que tenían que tirar del carruaje,
especialmente cuando el vehículo llegaba a un mal lugar en el camino,
como ocurría constantemente, o a una colina particularmente escarpada.
En tales momentos, el desesperado esfuerzo del equipo, sus agonizantes
saltos y caídas bajo el despiadado azote del hambre, los muchos que
desfallecían en la cuerda, y eran pisoteados en el fango, formaban un
espectáculo inquietante, que a menudo provocaba manifestaciones de
sentimientos sumamente creíbles, en lo alto del carruaje.
En tales
momentos, los pasajeros habrían regañado alentadoramente a los
que trabajaban duro en la cuerda, exhortándolos a que tuviesen paciencia
y mantuviesen las esperanzas de una posible compensación en otro mundo
a cambio de la crudeza de su suerte, mientras otros contribuían a
comprar ungüentos y linimentos para los lisiados y heridos.
Se estaba de
acuerdo en que era una enorme lástima que tuviese que ser tan duro
tirar del carruaje, y había un sentido de alivio general cuando la parte
del camino especialmente mala era sobrepasada. Este alivio no era, de
hecho, completamente a cuenta del equipo, porque en esas partes malas
había siempre algún peligro de vuelco general en el que todos perderían
sus asientos.
Debe en verdad admitirse que el principal efecto del
espectáculo de la miseria de los que trabajaban duramente en la cuerda
era acentuar el sentido que los pasajeros tenían del valor de sus
asientos en el carruaje, y causaba que se aferrasen a ellos con
mayor desesperación que antes. Si los pasajeros pudiesen simplemente
haberse sentido seguros de que ni ellos ni sus amigos se caerían nunca
de lo alto, es probable que, más allá de contribuir a los fondos para
linimentos y vendas, se hubiesen preocupado extremadamente poco por
aquellos que arrastraban el carruaje.
Soy bien consciente de que esto parecerá una increíble atrocidad a
los hombres y mujeres del siglo veinte, pero hay dos hechos, ambos muy
curiosos, que lo explican parcialmente. En primer lugar, se creía firme y sinceramente que no había otra manera en la que la Sociedad pudiese progresar, excepto si muchos tiraban de la cuerda y unos pocos iban montados, y no sólo esto, sino que incluso ninguna mejora muy radical era posible,
ya fuera en los arreos, el carruaje, la carretera, o la distribución de
la faena. Siempre había sido como era, y siempre sería así. Era una lástima, pero no se podía evitar, y la filosofía prohibía despilfarrar compasión en lo que estaba más allá del remedio.
El otro hecho es todavía más curioso, consiste en una extraña
alucinación que aquellos que estaban en lo alto del carruaje compartían
generalmente, de que ellos no eran exactamente como los hermanos y
hermanas que tiraban de la cuerda, sino de un barro más fino,
perteneciendo en algún sentido a un orden superior de seres que podrían
con razón esperar que tirasen de ellos. Esto parece inexplicable, pero,
como una vez fui de los que iba montado en este carruaje y compartí esta
alucinación, debería ser creído.
La cosa más extraña en
relación con esta alucinación era que aquellos que acababan de trepar
desde el suelo, antes de que las marcas de las cuerdas les hubiesen
desaparecido de las manos, empezaban a caer bajo su influencia.
En cuanto a aquellos cuyos padres y abuelos, antes que ellos, habían
sido tan afortunados como para mantener sus asientos en lo alto, la
convicción que ellos llevaban en el corazón acerca de la esencial
diferencia entre su clase de humanidad y la del común de los mortales
era absoluta.
El efecto de una ilusión para moderar los sentimientos de
mutuo entendimiento hacia los sufrimientos de la muchedumbre de seres
humanos, transformándolos en una distante y filosófica compasión es
obvio. A ello me refiero como la única extenuación que puedo ofrecer por
la indiferencia que, en el periodo del que escribo, marcó mi propia
actitud hacia la miseria de mis hermanos." (El Captor, 14/12/18)
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