"(...) Hay dos maneras de
considerar los desastres históricos. Por una parte se pueden ver como
conjuras de malas personas, y por otra como consecuencias de la
estupidez.
La primera escuela de pensamiento es fácil de
entender. Bien mirado, es imposible que nuestras vidas dependan de una
pandilla de idiotas que no tienen idea de nada.
Es fácil creerse, por ejemplo, que Binyamin Netanyahu
enviara a un guardia de seguridad de la embajada de Israel en Ammán la
orden secreta de matar a dos jordanos para luego poder negociar con el
rey de Jordania la liberación del tipo a cambio de la retirada de los
detectores de metal del Monte del Templo en Jerusalén. Una absoluta
genialidad.
La segunda versión es mucho más vulgar. Afirma que
los que deciden el destino de los países y las naciones, emperadores y
reyes, hombres de Estado y generales, izquierdistas y derechistas, son
casi todos unos completos imbéciles. Es una idea aterradora. Pero así ha
sido siempre y así sigue siendo. En todo el mundo, y especialmente en
Israel.
Un amigo mío ha dicho esta semana: “No es necesario
colocar cámaras en el Monte del Templo, como proponen algunos. Donde hay
que instalarlas es en la sala de reuniones del Consejo de Ministros,
pues allí es donde está la mayor fuente de peligros para el futuro de
Israel”.
Amén.
La historiadora
judeo-estadounidense Barbara Tuchman acuñó la expresión “La marcha de
los tontos”. Sus investigaciones han demostrado que buen número de
desastres históricos fueron consecuencia de nada más que la extrema
estupidez.
Por ejemplo, la Primera Guerra Mundial, con sus
millones de víctimas, fue el resultado de una secuencia de actos de
increíble imbecilidad.
Un fanático serbio asesinó a un archiduque austríaco
al que atacó por accidente después de que fallase el atentado planeado.
El emperador austrohúngaro vio en ello la oportunidad de mostrar su
poderío y envió un ultimátum a la diminuta Serbia. El zar ruso movilizó a
su ejército en defensa de los hermanos eslavos serbios.
El alto mando
alemán tenía un plan de emergencia según el cual una vez que los rusos
empezaran a movilizar su torpe ejército, las fuerzas armadas alemanas
invadirían Francia y la destrozarían antes de que los rusos estuvieran
preparados para el combate. Los británicos declararon la guerra a
Alemania en apoyo de Francia.
Ninguno de estos actores deseaba una guerra y menos
aún una guerra mundial. Cada uno de ellos aportó su granito de idiotez.
Juntos desencadenaron una guerra que terminó con millones de muertos,
heridos y minusválidos. Al final se pusieron de acuerdo en que toda la
culpa era del káiser alemán, que también era bastante idiota.
A la historiadora le habría encantado escribir sobre los últimos incidentes en el Monte del Templo en Jerusalén.
Tres fanáticos palestinos, ciudadanos israelíes,
mataron en ese lugar a tres guardias de fronteras que resultaron ser
drusos (los drusos son una rama medio musulmana aparte).
A alguien, probablemente de la policía, se le ocurrió
la brillante idea de instalar detectores de metal para evitar
semejantes atrocidades.
Habrían bastado tres minutos de razonamiento para
llegar a la conclusión de que la idea era una estupidez. Miles de
musulmanes acuden diariamente al Monte del Templo para rezar en la
mezquita de la Al-Aqsa y sus inmediaciones, el tercer sitio más sagrado
del islam después de La Meca y Medina. Obligarlos a pasar por los
detectores habría sido como hacer pasar un elefante por el ojo de una
aguja.
Habría sido más sencillo llamar por teléfono a las
autoridades del Waqf, la fundación musulmana que está a cargo del lugar.
Estos se habrían opuesto a la idea inmediatamente, por tratarse de una
imposición de soberanía israelí en un lugar sagrado. También podrían
haber llamado por teléfono al rey de Jordania, responsable oficial del
Waqf, que habría puesto punto final a semejante idiotez.
Pero la idea llegó a Erdan, que se dio cuenta en
seguida de que una medida como esa lo convertiría en un héroe. Erdan
tiene 46 años y se educó en una escuela religiosa. En su paso por el
ejército no sirvió en una unidad de combate sino en una oficina. La
típica carrera de un político de derechas.
Erdan se comportó como un niño jugando con una
cerilla cerca de un depósito de gasolina. Los detectores de metal se
instalaron sin conocimiento del Waqf ni del rey de Jordania. Erdan
esperó al último momento para informar a Netanyahu, que se disponía a
viajar al extranjero.
Netanyahu tiene un montón de hobbies caros, pero su
favorito es reunirse con los grandes líderes mundiales para hacer ver
que es uno de ellos. En esta ocasión se disponía a reunirse primero con
el presidente francés y después con cuatro dirigentes medio demócratas y
un cuarto fascistas de Europa oriental.
Netanyahu no estaba de humor para las tonterías de su
lacayo Erdan cuando estaba a punto de reunirse con los grandes. Aprobó
los detectores sin tener idea de dónde se estaba metiendo.
No está claro en qué momento se consultó a los
servicios secretos, el Shabak. En todo caso, esta institución, en
contacto directo con la realidad árabe, se manifestó en contra. También
se opusieron los servicios secretos militares. Pero ¿quiénes son esos
cuerpos, comparados con Erdan, y su director de policía, un tipo con
kipá que tampoco es precisamente un genio?
En cuanto se instalaron
los detectores se precipitaron los sucesos. A ojos de los musulmanes,
la medida era un intento israelí de alterar el statu quo y adueñarse del
Monte del Templo. El depósito de gasolina se incendió.
Lo estúpido de la medida quedó claro de inmediato.
Jehová y Alá entraron en escena. Los musulmanes se negaron a pasar por
los detectores. La multitud comenzó a rezar en las calles.
Pronto se hizo evidente la gravedad de la situación.
Los musulmanes, tanto los ciudadanos israelíes como los residentes en
los territorios ocupados, que poco antes eran una muchedumbre sin
rostro, se convirtieron de pronto en un pueblo decidido y presto para
luchar.
Todo un logro de Erdan. Bravo.
Los detectores no descubrieron arma alguna, pero sí
pusieron de manifiesto la magnitud de la estupidez del gobierno israelí.
Se convocaron manifestaciones masivas en Jerusalén, en los municipios
árabes israelíes, en los territorios ocupados y en los países vecinos.
Durante el primer fin de semana murieron siete personas y cientos
resultaron heridas.
El nuevo ídolo recibió el nombre de “soberanía”. Las
autoridades israelíes no podían retirar los detectores sin “ceder
soberanía”, y además “claudicar ante los terroristas”. El Waqf no podía
sacrificar su “soberanía” sobre el tercer lugar más sagrado del islam.
Por cierto, no hay un solo país en el mundo que reconozca la soberanía
israelí sobre Jerusalén Este.
Los musulmanes temen que si los judíos se hacen con
el Monte del Templo echarán abajo la Cúpula de la Roca, el hermoso
edificio azul de cúpula dorada, y la mezquita de Al-Aqsa para construir
el Tercer Templo en su lugar. Puede que suene a locura, pero en realidad
ya existen en Israel grupos marginales que forman sacerdotes y fabrican
utensilios para el templo.
De acuerdo con Barbara Tuchman solo se puede acusar
de estupidez a los líderes si al menos una persona inteligente los ha
aconsejado. En nuestro caso, esa persona fue Moshe Dayan quien, justo
después de la conquista del Monte del Templo en 1967, ordenó que se
arriara la bandera israelí y prohibió la entrada a los soldados.
Nadie sabía cómo salir del impasse.
Netanyahu no interrumpió su gira triunfal para volver
rápidamente y tomar las riendas del asunto. ¿Por qué iba a hacerlo?
¿Cómo iban él y su esposa Sarita a conocer mundo si tuviera que volver
corriendo a casa cada vez que uno de sus secuaces comete una estupidez?
Entonces se produjo el milagro. Dios en persona entró en la refriega.
Un encargado de mantenimiento jordano estaba
trabajando en el apartamento de uno de los guardias de seguridad de la
embajada israelí en Ammán. De pronto atacó al guardia con un
destornillador, hiriéndolo levemente. El guardia sacó su revólver y lo
mató. Para redondear el asunto, también mató al dueño del apartamento,
un médico jordano.
No está claro si el altercado se desató a causa de
una discusión monetaria o porque el encargado de mantenimiento decidió
de pronto convertirse en “shahid”, en mártir. Tampoco está claro por qué
el guardia de seguridad lo mató a tiros en lugar de dispararle en la
pierna o usar las técnicas de combate sin armas en las que se le había
entrenado.
El antiguo primer ministro Yitzhak Shamir, él mismo
un terrorista de bastante nivel, dijo una vez que no se debe permitir
que ningún terrorista (árabe) escape con vida del escenario de un
atentado. Y, de hecho, prácticamente ninguno lo ha conseguido desde
entonces, aunque sea una niña armada de un par de tijeras o un hombre
blandiendo un destornillador. Incluso un atacante gravemente herido,
tirado en el suelo y sangrando profusamente, fue rematado de un tiro en
la cabeza. El que realizó los disparos ha salido de la cárcel esta
semana.
En todo caso, para Netanyahu y Erdan, el incidente de
Ammán fue un regalo del cielo. El rey de Jordania accedió a liberar al
guardia de seguridad sin investigación a cambio de la retirada de los
detectores de metal de Jerusalén. Netanyahu exhaló un suspiro de alivio
que se oyó en todo el país. Ningún israelí rechazaría retirar unos
detectores a cambio de rescatar a uno de nuestros valientes muchachos.
No era ya un asunto de cesión de “soberanía” sino de salvar a un judío,
un antiguo mandamiento hebreo.
Toda la plantilla de la embajada regresó a Israel, un
viaje de alrededor de una hora, y Netanyahu celebró el “rescate”,
aunque nadie los había amenazado.
Mientras tanto sucedió otra cosa.
Netanyahu no teme a Dios ni a los árabes; teme a Naftali Bennet.
Bennet es el líder de Hogar Judío, sucesor del
Partido Nacional-Religioso, antaño la agrupación política más moderada
del país y hoy en día el partido más extremo de la derecha. Es una
facción pequeña, con no más de ocho diputados en la Knesset de un total
de ciento veinte; sin embargo, es suficiente para romper la coalición y
derribar al gobierno. Netanyahu los teme como a la peste.
Cuando el furor por los detectores estaba en su
apogeo, un joven palestino entró en el asentamiento de Halamish y mató a
tres miembros de una familia de colonos. Milagrosamente solo resultó
herido, por lo que fue capturado y hospitalizado.
Pocas horas después, Bennet y su ministra de Justicia
exigieron la ejecución del atacante. En Israel no hay pena de muerte,
pero por algún motivo la pena capital no ha desaparecido aún del código
de justicia militar. Así que Bennet y su hermosa ministra de Justicia
pidieron que se aplicara.
En toda la historia del Estado de Israel tan solo se
ha ejecutado a dos personas después de un proceso penal. Una de ellas
fue Adolph Eichmann, uno de los arquitectos del holocausto. El otro fue
un ingeniero acusado de espionaje, erróneamente, según se demostró más
tarde, en las primeras semanas de existencia de Israel.
Pedir la pena capital es increíblemente estúpido. El sueño de todo “terrorista” musulmán es convertirse en shahid,
el que sacrifica su vida por Alá y va al paraíso. Ejecutarlo haría
realidad su sueño. Además, no hay cosa que despierte más la emoción
nacional e internacional que una ejecución.
Hay algo enfermizo acerca de los entusiastas de la
pena de muerte y el público que los apoya. Ceder ante sus exigencias –
cosa que ni por asomo va a suceder – constituiría una gran victoria para
los fanáticos musulmanes.
Afortunadamente los servicios de seguridad israelíes están unánimemente en contra.
Sin embargo, en una sociedad dominada por la imbecilidad, incluso esta locura llama la atención y consigue apoyos." (Uri Avnery , m'sur, 07/10/18)
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