"Quedamos y hacemos unas risas". ¡Hacemos unas risas! Creo que ésta es una de las expresiones que más he detestado en la vida. (...)
Como si la risa fuera algo que se pudiera prever. La risa. Con lo misteriosa que es. Hubo un tiempo en que yo escribía artículos cómicos, astracanadas. Había gente que me invitaba a una cena con la esperanza de que yo fuera, en parte, la principal hacedora de esas risas. A mí, la posibilidad de decepcionar me sumía en un mutismo melancólico.
Recuerdo que para ganarme la simpatía del lector echaba mano de un humor flagelante; de los dos payasos, por así decirlo, yo siempre era la tonta, la que recibe las bofetadas, la que no había leído, la que no tenía ni puta idea y metía la pata; me inventaba cartas de lectores que me insultaban o que me hacían absurdas recomendaciones para mejorar mi rendimiento columnístico. ¡Disfrutaba tanto metiéndome conmigo! ¡Era tan liberador ser Garbancito, Calimero, el Tonetti, el Lazarillo, Gordito Relleno!
Había un placer especial en poner todos los posibles defectos encima de la mesa de disección y hurgar en esas diminutas cicatrices de la infancia que la memoria esconde, pero no destruye. Me lo pasaba de vicio -nunca mejor dicho, de vicio- porque siempre hay algo mórbido (aunque ferozmente divertido) en hacer de uno mismo motivo de risa. Lo inaudito es la reacción que provoca este tipo de humor selfdeprecating, de burla de uno mismo.
Hubo quien se creyó al pie de la letra ese personaje; hubo otra gente, bienintencionada, que me aconsejaba seguir una terapia para subir una autoestima maltrecha, y, sí, también hubo quien entendió que se trataba de una gran broma. Pero a lo que yo iba, el humor siempre es un oficio que llena de melancolía a quien lo practica porque, de alguna manera, sale dañado.
El humor se construye con los defectos, no con las virtudes; por eso en el teatro clásico hay una astuta repartición de papeles: el galán es listo, guapo, pero no es el gracioso; el gracioso es el que se lleva alguna hostia por malicioso, el que sale escaldado, pero, a fin de cuentas, el que se lleva las risas del público. (...)
Pero hay una regla difícil de romper: el guapo trabaja con sus virtudes; el gracioso, con sus defectos. Así ha sido siempre. En la vida y en el arte. Ésa es la razón por la que el humor provoca empatía; a todos nos gusta cómo a otro le salen las cosas mal, se cae, es un pobre hombre, un desgraciado, y ésa es la razón por la que el humor provoca melancolía a quien lo practica: ¿no es un drama buscar el cariño y la atención de los demás haciendo el payaso? (...)
(Charlot) Leo, por ejemplo, que el novelista Somerset Maugham le había descrito, a Chaplin, como ese artista que, habiendo alcanzado la riqueza y la fama, echaba de menos la libertad de sus años de niño pobre en las calles más sórdidas de Londres.
Chaplin, que, efectivamente, sabía de verdad lo que era la miseria, deshace este malentendido que le molesta: "Todavía no he conocido un pobre que añore la pobreza o que halle la libertad en ella". Qué razón tiene, ¡cómo va a dar libertad el hambre! Pero eso no quita para que las cómicas historias de su vagabundo se nutrieran de aquellos años de penuria. (...)
El humor sin palabras. Pienso de pronto que el humor de los hermanos Marx, tan apoyado en el sarcasmo verbal, sigue provocando hoy el mismo tipo de risa que cuando se creó, pero que el humor chaplinesco, basado en la pantomima, despierta una risa que se transforma en melancolía en cuanto la historia acaba. (...)
(Candilejas) Entre una escena y otra está el paso del tiempo, la transición de lo cómico a lo dramático. Ayuda a entender el placer y el daño que provoca el humor a quien tiene la osadía de hacer de él su medio de vida." (Elvira Lindo: Reírse de uno mismo. El País, Domingo, 28/09/2008, p. 15)
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