"Nos fusilaron al anochecer, nos fusilaron mal”.
El humorista Miguel Gila
(Madrid, 1919 – Barcelona, 2001), que trascendió en la cultura popular
española con sus monólogos sobre la guerra, sabía de lo que hablaba.
Mediante el surrealismo (“¿está el enemigo? Que se ponga”), el
esperpento (“me dice el tío: '¡Oye que me has dado!'; pues no seas el
enemigo”) y el costumbrismo (“¿a qué hora piensan atacar mañana? ¿no
puede ser por la tarde, después del fútbol?”) Gila proponía un ejercicio
terapéutico no tanto de reconciliación con la contienda como de memoria
sentimental.
Reinventando la Guerra Civil española,
reescribiéndola y, por encima de todo, nunca olvidándola. Él mismo fue
uno de sus muertos pero, como si de uno de sus chistes absurdos se
tratase, vivió para contarlo.
En su autobiografía Y entonces nací yo. Memorias para desmemoriados (Temas de Hoy, 1995), Miguel Gila contó por primera vez la noche que fue fusilado.
Afiliado a las Juventudes Socialistas Unificadas, mintió sobre su edad
(tenía 17 años) para alistarse en el ejército tras el golpe militar de
Franco de julio de 1936 y acabaría formando parte del Regimiento Pasionaria.
En diciembre de 1938, cuando todavía quedaban cinco meses para el final
de la guerra, su cuadrilla ya se daba por vencida vagando por los
campos de Córdoba: sin munición, sin camiones y sin agua, fueron
capturados por el dichoso “enemigo” (en este caso, la 13.ª división de
Yagüe). “No le tenía miedo a la muerte”, recordaba Gila, “estaba tan
agotado, tan devorado por los piojos, por el hambre, el frío, el
cansancio y la sed, que morir podía ser una liberación”.
La lluvia no dejaba de caer mientras el regimiento de Miguel Gila
esperaba a “pagar el precio de la derrota”. Les habían quitado los
abrigos, las botas y las mantas y les habían sentado en el suelo durante
horas mientras sus captores saqueaban una finca. La dueña, una mujer de
unos 30 años, salió de la casa gritando: “¡Viva Franco!”. No le sirvió
de nada: la violaron entre todos.
Después llevaron a los detenidos a un descampado. “El piquete de
ejecución lo componían un grupo de moros con el estómago lleno de vino,
la boca llena de gritos de júbilo y carcajadas, las manos apretando el
cuello de las gallinas robadas”, escribió Gila
. El alcohol distrajo a
los verdugos de formalidades (no hubo “listos, apunten, fuego”) o
protocolos: dispararon a los 14 hombres una sola vez, sin rematarlos con
un tiro de gracia, y siguieron bebiendo mientras asaban las gallinas
robadas.
“Por mi cara corría la sangre de aquellos hombres jóvenes”, dijo
Miguel Gila, un chaval de 19 años, que se quedó toda la noche haciéndose
el muerto en el barro bajo la lluvia mientras sus captores bebían y
comían. Al amanecer, cuando ya se habían ido, se incorporó, buscó otros
supervivientes y encontró solo uno: el cabo Villegas.
Le hizo un torniquete en el muslo para que dejara de sangrar y le
cargó en su hombro para recorrer los 18 kilómetros que separan El Viso
de Los Pedroches de Villanueva del Duque (Córdoba). “Me fue difícil
cruzar el río [Guadamatilla], sucio y revuelto por las lluvias. El cabo
Villegas no pesaba mucho y yo era un muchacho fuerte, pero el terror del
fusilamiento había aflojado mis piernas”, confesaba Gila
Los dos soldados se metieron en la primera casa que encontraron. “El
miedo se había quedado atrás, en el lugar del fusilamiento; el hambre y
el frío me habían dado el valor o me habían quitado la cobardía. Lo
mismo da”, dijo Gila.
En el interior había un grupo de legionarios que
luchaban en el bando nacional, que “odiaban a los moros”, y le dejaron
secar su ropa, le dieron agua, una lata de carne, otra de sardinas, pan,
tabaco, tomates, una manta y unas alpargatas y le pidieron que se
marchase para no meterse en problemas con sus superiores.
Unas horas después, ya recuperado, Gila se unió a una fila de
detenidos. Pasó cinco meses en el campo de prisioneros de Valsequillo
(Córdoba), tras los cuales fue trasladado a la cárcel de Yeserías
(Madrid) primero y a la de Torrijos (Madrid) después, donde coincidió
con el poeta Miguel Hernández.
Allí empezó a dibujar viñetas de humor. Estuvo entre rejas menos de un
año, hasta el verano de 1939. El cabo Villegas perdió una pierna, pero
logró sobrevivir.
Durante los cuatro años posteriores que pasó haciendo el servicio
militar comenzó su carrera como escritor cómico en publicaciones como La codorniz, Hermano lobo o Flechas y Pelayos.
En 1951 se subió al escenario del teatro Fontalba (Madrid) e improvisó
un monólogo sobre sus experiencias en “la guerra”. Nunca especificaría
cuál. No hacía falta.
A mediados de los 50, Miguel Gila ya era un humorista popular.
Francisco Franco le invitaba al Palacio de La Granja durante las
conmemoraciones anuales del 18 de julio, a pesar de conocer sus
afiliaciones socialistas, porque a su mujer Carmen Polo le hacía mucha
gracia “lo ocurrente que era”. Gila aseguraba que no tenía identidad
política desde que rompió su carnet de las Juventudes Socialistas
minutos antes de ser capturado aquella noche de diciembre de 1938.
Y esa fue la clave de su éxito. Si la actriz Carrie Fisher (la heroína de Star Wars)
decía que “tienes que coger tu corazón roto y convertirlo en arte”,
Miguel Gila agarró su síndrome postraumático (mucho antes de que los
psicólogos nombrasen el término), lo zarandeó y no solo lo convirtió en
arte sino en una rentable carrera profesional, un legado cultural y un
bálsamo social. Gracias a Gila las dos Españas empezaron, poco a poco, a
reírse juntas.
Tras un exilio (básicamente por cuestiones de trabajo) de 17 años en
Buenos Aires, el humorista regresó definitivamente a España en 1985 y
forjó su estatus de icono nacional.
Él decía que el humor es la maldad
de los hombres dicha con ingenuidad de niño y sus descacharrantes
anécdotas sobre el día a día de la guerra demostraron que aquel refrán
que asegura que “la comedia es solo el resultado del dolor y el paso del
tiempo” podía hacerse realidad incluso en un país con las cicatrices
tan mal curadas como España.
“Perdone, ¿podrían ustedes parar la guerra un momento?” era un
chascarrillo estrafalario, pero también despojaba a la batalla de
heroicidad. Sus participantes, en un bando y en otro, no son héroes ni
villanos sino hombres con ganas de regresar a casa y Gila jamás
mencionaba a los vencedores ni a los vencidos porque, en realidad, todos
habían perdido.
Su comedia resultaba campechana en la forma, pero sofisticada en el
fondo. Aquel deje amargo aunque nunca rencoroso, aquella humanidad
entrañable y aquel talante resignado forjaron una comedia accesible y
universal. Durante los 90, explicaba que Bill Clinton le había
contratado para luchar contra Sadam Hussein porque la guerra jamás
terminaba y, para Gila, el humor tampoco.
En el libro Miguel Gila. Vida y obra de un genio,
de Juan Carlos Ortega y Marc Lobató (Libros del silencio, 2017), Josema
Yuste asegura que la comedia de Gila “te tiene que gustar, seas de
izquierdas, de derechas, del centro; de arriba, de abajo; seas lo que
seas te tiene que gustar”.
Juan Marsé describe que “su humor fulmina la
grandilocuencia” y Forges alaba que en sus monólogos “todo lo gris del
franquismo cotidiano desaparecía, es uno de los tres reyes magos del
humor, con Cervantes y Quevedo”.
Gila fue artista que durante décadas consiguió que todo el país
dejase de prestar atención a sus diferencias para regodearse en lo que
le une. Miguel Gila utilizó su miseria para sacar a España de la
trinchera y sentarla en un diván terapéutico desde el cual encontrar
cierta paz con sus propios fantasmas. Al fin y al cabo, él era uno de
ellos." (Juan Sanguino, El País, 09/04/18)
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